La frase aparece por primera vez en una carta de Plinio el Joven a su amigo Bebio Macro. En la carta se la adjudica a su tío, el naturalista Plinio el Viejo, que murió en la erupción del Vesubio en aras de la ciencia. La frase se repite en “la vida del Lazarillo de Tormes” (1554) y Cervantes la pone en boca de Sansón Carrasco durante el diálogo que mantienen el Bachiller y el Caballero de la Triste Figura. Años más tarde, Oscar Wilde modificó el concepto: “La verdad es que no hay libros malos -dijo- lo que hay son malos lectores”.
Recordemos que en época del escritor latino Plinio el Joven (siglo I) los libros tenían la forma de rollos de papiro o códices de pergamino y eran un bien escaso. Acceder a ellos resultaba costoso, por lo cual es lógica esta frase. En cambio, actualmente, estamos saturados de textos, por lo que, quizás, dicha afirmación no esté tan clara. Más que libros malos lo que hay hoy en día son libros insustanciales o redundantes. Sin embargo, cualquier libro banal o ramplón puede siempre aportar algo a quien lo lee. Nadie puede predecir qué efecto producirán las palabras en los posibles lectores. Lo que para unos solo es reiteración e insignificancia, para otras personas puede ser descubrimiento y asombro. Hay libros muy ambiciosos, de gran profundidad y bellísimo lenguaje que parecen más proclives a conmover a posibles lectores, pero luego los lectores reales prefieren leer libros más corrientes, anodinos, y para ellos estos libros no son malos.
La maravilla de leer es que sirve para lo que cada uno quiera. Entendido en su sentido más primario, leer es una actividad mental que permite extraer información codificada en la escritura. Y en este sentido leer sirve para saber qué tiempo hará hoy en mi ciudad, los efectos secundarios de unas pastillas o para conocer quien gobernaba en Francia en el siglo XVIII.
En cambio leer novelas o poemas o aforismos filosóficos sirve para todo o para nada. Eso depende de la disposición con que uno lea, del valor previo que cada cual concedemos al hecho de leer y del propio texto que leemos. Así pues, del modo de entender y encarar el diálogo con los libros puede resultar un pasatiempo para unos o una revelación para otros. Aquí entra en juego la educación lectora, que debe estimular tanto la aptitud como la actitud. Y es que las necesidades culturales, a diferencias de las biológicas, hay que generarlas.
Recordad que ACTITUD, con c, hace referencia a la forma de actuar de una persona y la APTITUD, con p, se refiere a ciertas capacidades o habilidades que tiene la persona. Sus significados son diferentes, pero ambas palabras pueden relacionarse; por ejemplo, una persona puede tener determinadas aptitudes para aprender idiomas y sin embargo su actitud demuestra lo contrario (no asiste a clase, no hace ejercicios, no conversa con nativos…)