En el Occidente cristiano se mantuvieron durante siglos las antiguas tradiciones heredadas del mundo grecolatino respecto de las formas de creación, organización y funcionamiento de las colecciones bibliográficas. Pero ya en la Alta Edad Media europea, por influencia sobre todo de la vida monástica benedictina, largamente difundida, se introdujeron importantes innovaciones. Los monasterios dedicaban una atención preferente a la escritura de libros, producto con el que se mantenían en relación con el exterior y que también les servía para enriquecer sus propias bibliotecas, las cuales estaban concebidas principalmente para uso interno de las comunidades de los monjes.
Pero, aparte de las bibliotecas monásticas, en las que trabajaban afanosamente, grupos de copistas de libros, los modelos bibliotecarios fueron muy numerosos durante toda la Edad Media. La configuración de cada uno de los tipos de bibliotecas dependía de la entidad creadora y, en su caso, de los intereses de las instituciones o personas que regían la colección. El concepto de biblioteca pública, introducido en edad romana avanzada, se perdió por completo hasta los albores del humanismo, pero en cambio creció extraordinariamente el número de entidades que ya no podían prescindir de una biblioteca por mínima que fuese, principalmente las muchas instituciones de orden eclesiástico.