Al igual que sus antecesores, el rey de Francia Francisco I, gran rey y coleccionador, y humanista de amplio criterio, se preocupó de enriquecer la colección real. Pero hizo algo mejor aún: creó una institución revolucionaria, el depósito legal. Fue él quien, en 1537, promulgó la “Ordenanza de Montpellier” en la que se ordenaba que todos los libros debían ser depositados en su biblioteca de Blois, declarando que deseaba “reunir en nuestra biblioteca todas las obras dignas de leer, que hayan sido o que sean escritas, compiladas, corregidas y aumentadas, o modificadas en nuestro tiempo, para poder recurrir a dichos libros en lo sucesivo, si por azar escapasen a la memoria de los hombres”.
Así pues, Francia fue el primer país que estableció el depósito legal, es decir, la obligación, impuesta por ley u otro tipo de norma administrativa, de depositar para una o más bibliotecas ejemplares de las publicaciones editadas en un país.
Es verdad que Francisco I adoptó esta medida en un momento de oposición al catolicismo y de avance del protestantismo, pero no puede dejarse de ver en esa decisión el acto que dio nacimiento a la biblioteca real, posiblemente de mayor trascendencia que su posterior transmisión de un rey a otro.